Las jornadas en la muerte son muy activas. Las moscas se marean entre los mocos que se desgarran del vientre que alguna vez fue espacio para besos antes del, sino por, tal vez cuando, entonces fue, del sexo. Las matrices de las abejas, las narices de las cometas, se revientan porque ellas, muy tontas, se golpean entre sí, balbuceando nombres que no quiero volver a escuchar. Una maestra arrugada, una florista arqueada, un péndulo ridículo sobre la cabeza del hombre a punto de golpearlo ni bien baje un milímetro. Nadie canta como Lucrecia. Lucrecia lleva una minifalda y la balancea chorreando sangre de sus tripas. Ayer fui a caminar por el costado de un espanto, y volví cargado de culpas. Me vi en aquel monopatín amarillo que era de mi hermanito menor, el que ahora se quedó con mis cuentas bancarias. Entonces pensé en qué pasaría si un día me despierto siendo Matías Alé, y me entero que nunca fui novio de Graciela Alfano, que todo lo imaginé. Que soy un loco gritan