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Lucrecia Lorena

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Las jornadas en la muerte son muy activas. Las moscas se marean entre los mocos que se desgarran del vientre que alguna vez fue espacio para besos antes del, sino por, tal vez cuando, entonces fue, del sexo. 



Las matrices de las abejas, las narices de las cometas, se revientan porque ellas, muy tontas, se golpean entre sí, balbuceando nombres que no quiero volver a escuchar. Una maestra arrugada, una florista arqueada, un péndulo ridículo sobre la cabeza del hombre a punto de golpearlo ni bien baje un milímetro. 

Nadie canta como Lucrecia. Lucrecia lleva una minifalda y la balancea chorreando sangre de sus tripas. 


Ayer fui a caminar por el costado de un espanto, y volví cargado de culpas. Me vi en aquel monopatín amarillo que era de mi hermanito menor, el que ahora se quedó con mis cuentas bancarias. Entonces pensé en qué pasaría si un día me despierto siendo Matías Alé, y me entero que nunca fui novio de Graciela Alfano, que todo lo imaginé. Que soy un loco gritando cosas. 


Que las dudas existen son como las brujas son como las hormiga son como las dudas. 


Entonces miré una película muda, pero yo era un ciego descubriendo rostros congelados de muñecas coreanas, con dibujos diminutos de besos nunca dados.


Me acordé de Lorena. Lorena traía un ramito de acelgas el día de su casamiento. Estaba tan dulce que mi café se entibió de luces. 


Me recordé llorando, muriendo, Neruda me daba un golpe en la oreja mientras yo estaba vestido de monja. Las jornadas en la muerte son muy activas porque escribo. Me deshagoentreatragantosdebichosquemebloqueanla gar gan ta. Muero. Existo y no. 


Anoche soñé con Lorena y era muy Lucrecia. Lorena tiene un nombre que besaría mientras le digo a ella que no la besaría. No besaría a Lorena, nunca antes de morirme con ella. Lucrecia canta como nadie. Nadie canta por acá. La muerte es absurda porque tiene vida en las mosquitas esas que se me meten en los deditos descarnados. Olorosos. Manoteados. 




Matías Rótulo

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