PAPELES SALVAJES
Mauricio
Rosencof es el autor de Diez minutos (Alfaguara,
2013). Es una de esa novela de Rosencof,
de esas que se ha empeñado a hacer en los últimos tiempos, donde el yo interior
se impone a las situaciones exteriores pero que a la vez lo de adentro se
sujeta con lo de afuera. Diez minutos
cuenta cómo el tiempo, la medida del tiempo, es un hecho torturantemente humano.
Son 133 páginas con letra grande: un dato importante para entender que el libro
se lee rápido, pero se debe pensar un poco más allá de la lectura.
Por Matías Rótulo (publicado el 12/09/13 en Voces)
Un padre visita
a su hijo en la cárcel. La visita dura diez minutos. Eso es lo establecido a
priori por los guardias. Se condena la visita a morir en ese tiempo desde el
momento mismo del nacimiento del hecho. Para el personaje visitado, esos diez
minutos parecen una eternidad demasiado corta. Además de estar preso, el hombre
recuerda y el recuerdo extiende el pensamiento más allá del tiempo presente. Pero
de tiempo es la historia, y el padre no reconoce a su hijo porque el tiempo
pasa. El tiempo pasa y el hijo no logra que su padre lo reconozca… porque el
tiempo pasa. Y los diez minutos son la anécdota del tiempo lineal del momento
de la visita, pero en esos diez minutos transcurre los pensamientos del hombre
preso, atravesando toda su vida.
Una eternidad
¿Cuál sería el
castigo dantesco para quien en vida no amara y respetara a Chronos? La pregunta
se plantea en el hipotético caso de que Chronos formara pararte de la mitología
y construcción cultural de Dante y su tiempo. El contrapasso (el castigo
equivalente en el Infierno al pecado cometido en vida) tal vez sería lo que el personaje
principal del libro de Rosencof vive de manera perpetua: sus ansias por ser recordado
por su padre, su desesperante anhelo de poder percibir las agujas del reloj en
la muñeca de su creador, que le permitan descubrir las horas que pasan a
escondidas de él, el tiempo que no se le permite ver.
El preso –este
preso-, está en esta situación por desafiar al tiempo, entendiéndose este
desafío como la lucha revolucionaria por un mundo mejor. ¿No es acaso luchar
por la revolución, una lucha de un tiempo presente ante un pasado estancado en
el ahora (en el ahora del tiempo del inicio de la revolución), pensando en un
futuro que se construya para ser nuevamente destruido? La obra de Rosencof, que
últimamente se ha dedicado a superponer planos (basta con apreciar que en su
anterior novela El enviado del fuego el
plano de la narración se alternaba con el plano del pensamiento, y ambos entre
la instancia de la irrealidad y la
locura), interpone tiempos sobre tiempos para hacer una obra cuyo comentario
facilista sería el de decir: “qué rápido se lee”. Es cierto, con dos horas de
lectura alcanza para completar el libro aunque a veces cueste detenerse para no
perder lo que esperamos: un orden lógico. ¿Pero alcanza con eso? La
superposición de planos temporales y de pensamiento incluye saltos al pasado y
al presente desde la narración primaria (aquella que el lector lee del
narrador). Pero a su vez, los tiempos corren y se detienen en puntos exactos
aunque difusos, tratándose de un sentir que parte del pensamiento y de la memoria
siempre inexacta (de ahí que la lectura en dos horas se vuelva ardua, tratando
de perseguir un encadenamiento lógico pero imposible cando se trata de un
monólogo interior).
La negación del
padre al hijo atañe a negaciones históricas y culturales que involucran a
padres negados por hijos, a hijos negados por padres, todos atrapados en las
desgracias de su tiempo (¿de hecho Cronos no derrotó a su padre?: Edipo Rey
negado, Jesús negado, El Quijote negado, pero a la vez todos ellos negando: la
realidad el primero, la culpabilidad el segundo, su locura el tercero.
Ahora
Rosencof mantiene
como autor aquello que el tiempo (en un momento de su tiempo personal) le privó
tener: la esperanza. Un condenado conoce su destino: la libertad, la
perpetuidad o la muerte. Un condenado a muerte –dice Dostoievski- por lo menos
sabe de su destino, y sueña (se le permite soñar) con un perdón. El que cumple
cadena perpetua, además del sueño del perdón sabe de la seguridad de la vida
(finita de todas formas) que no tiene el
condenado a muerte. El condenado con futura libertad añora esa libertad con una
angustia de futuro. Pero las dictaduras de las cuales fue víctima el autor y
que se reflejan en la obra, dejaron sin esperanzas a los presos políticos, pues
el antecedente directo y próximo fueron los mecanismos nazis de exterminación:
el horror traducido en la más inhumana desesperanza. Estos mecanismos fueron
adaptados a la realidad local que para algunos concluyó en la muerte o
desaparición. Todo esto –y vaya si el tiempo tiene que ver- se traduce en una
discusión actual sobre la memoria histórica que en pocas palabras es olvidar el
tiempo pasado para vivir un nuevo presente, o no olvidar el pasado para no
construir un futuro igual o peor. El libro de Rosencof es para leer en dos
horas pero para pensarlo un largo rato. El personaje quiere ver al menos una de
las agujas del reloj del padre. Quiere saber la hora, pero más todavía, añora
que su padre lo nombre como hijo: el hijo, heredero del padre y por lo tanto
continuación temporal de la sangre, pide que su padre no lo niegue, porque
negarlo es no reconocerlo en el paso del tiempo. Negarlo es burlar al tiempo.
Ser negado es quedar encerrado, es detener el mundo en ese momento exacto en el
que no existimos. En eso consisten esos diez minutos que retratan los diez
minutos de la visita permitida al padre. Los diez minutos más largos de la vida
de un preso, de un hombre, de un nadie.
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Matías Rótulo.