“Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún
modo
el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía”
Jorge Luis Borges en “La escritura del Dios” (El
Aleph)
Internado
escribiendo poemas, Luca desistió de enamorarse. Aquello de revelarse, le
provocaba una angustia mayor. La bufanda le ahorcó el cuello de metáforas. Las
venas se le abrieron de un tajo de anáforas. Luca tenía entonces veinte
años. Había malgastado los primeros años de su vida llorando y escupiendo puré
de zapallo, bebiendo del seno de su madre.
Después supo que su vida inútil, tuvo para su desesperación seis años de escuela y seis de secundaria. Luego de algunos cumpleaños que siempre terminaban en un mar de lágrimas por la estúpida proeza de intentar sonreír para una foto. Llegó a los veinte sin conocerse. Sin mirarse al espejo. Sin amigos. Con una delgadez extrema por la falta de hambre.
Después supo que su vida inútil, tuvo para su desesperación seis años de escuela y seis de secundaria. Luego de algunos cumpleaños que siempre terminaban en un mar de lágrimas por la estúpida proeza de intentar sonreír para una foto. Llegó a los veinte sin conocerse. Sin mirarse al espejo. Sin amigos. Con una delgadez extrema por la falta de hambre.
Algunas noches se
masturbaba. Otras, tan solo derramaba una pequeña lágrima de tristeza, que
creo, iba a parar a la sábana aquella que jamás tuvo el abrazo de una mujer.
A Luca le
mortificaba ser virgen. Ser un mal estudiante de Facultad de Derecho. Tomarse
el mismo ómnibus todos los días. No trabajar. Y la simple existencia de su
madre, a la cual amaba tiernamente.
Si miraba
películas, Luca moría de amor por la heroína, aunque moría de ganas de ser el
héroe, sin que esto signifique amor hacía la heroína.
Si miraba
películas, Luca tenía que pensar en su infelicidad, siendo que su infelicidad
era mayor a la infelicidad de los personajes de la película. Claro que en los
finales siempre felices, Luca nunca podría llegar a ponerse a pensar en su
felicidad, sino que todo dejo de personalismos, lo arrojaba en un descreimiento
absoluto a la situación dada. Si el romance se concretaba, para Luca era
imposible pensarlo en la vida real.
Cuando iba al
teatro, Luca lloraba de tristeza. No le importaba el argumento. Le entristecía
la vida de aquellos actores que actuaban. Pensaba que esos Seres Humanos tenían
una doble existencia: la primera, la que el libreto les marcaba, la segunda, la
de la vida de los actores. Los actores vivían, hacían el amor (Luca pensaba que en el
mundo del teatro se daban orgías en los ensayos), pero también ensayaban una
obra, y para peor, luego la actuaban.
Él, a diferencia,
no podría mantener una doble existencia, la del personaje y actor, sino que
consideraba que apenas podía mantener su propia existencia vital.
Al mirar una película, creyó alguna vez ser
homosexual. Pero intentó masturbarse pensando en un hombre, un modelo sueco que
recortó de una revista sueca que ni sabe como llegó a sus manos. La eyaculación
fue débil. Y justo allí le dio asco las axilas del hombre, ya que se imaginó
rozando su mentón por en ese lugar del cuerpo del robusto modelo en el momento
en que... Luego sonrió. Nunca sonreía. Pero su estúpida
fantasía homosexual determinó que pensara que a un hombre...
Creo que se
enamoró cuando tenía diez años y hasta hoy vive así, pensando todo el día en
flores amarillas, primaveritas de cartón, amapolas de dolor. Aunque todo lo
anterior (lo de las flores y demás), en un principio tiene una idea de
romanticismo posmoderno (ese que uno ve en la propaganda del último perfume de
corta duración de Doctor Selby, con una canción cantada por una francesa de
poco vuelo artístico), al final termina en una espantosa revelación de dolor,
muerte, desesperación, y el llamado a su madre odiándola por hacerlo tan
infeliz, tan dependiente.
Creo que comenzó
a escribir poemas cuando tenía diez años. Con diez años más, su vida sigue
igual de inestable. Aliteraciones inconscientes, rimas que no riman, palabras
tan simplonas como “te amo mi vida, yo soy tu amor, y vos mi sueño que te ama”,
fue el primer intento de rellenar un papel en blanco pensando en que era un
niño de los más infelices que existen en el mundo.
Un día Luca quiso
ser músico. Tenía como treinta años. Un músico desordenado que hacía rock and roll
para conquistar a las chicas. Pero le fatigaba el ruido. Odiaba tener que
escribir una canción, primero una letra, luego ponerle música, y posteriormente
tocarla en un instrumento. Él deseaba que las muchachas se les acercaran.
Pero Luca seguía
sólo. Entonces dejaba la guitarra y volvía a enamorarse de sus propios versos.
Un poco más adulto le escribía a Melisa un morochita, de treinta y seis (la edad de
Luca por entonces), “ojitos verdes como el pasto de una tibia mañana de otoño,
cuando el calor aún es recordado desde el sol de marzo”.
Luca se esmeraba
un poco más y entre rimas de Gustavo Adolfo y canciones de Spinetta redactaba:
“Melisa camina desnuda por la cornisa del techo de la Luna, a veces dice que se
pelea con una estrella, cual de ellas se hará primero fugaz”.
Nunca tuvo una
respuesta de Melisa cuando le mandó en una carta de despedida, aunque Luca no
se iba a ir a ningún lado, sus mejores versos hacía ella fueron los que no escribió. En la carta Luca
decía: “Creo que no hay corazón más pequeño que el mío, ya que sé que no podrás
estar dentro de él. Sobrevolando su aire inspirado sí, pero nunca dentro de
él”.
Melisa se rió
mucho de Luca. Les comentó a sus compañeras de trabajo y enseguida lo supieron
los demás vía Facebook. Al otro día ya todos murmuraban cosas al pasar del pobre Luca.
Lloró convencido
de su dolor, de su torpeza. Dejé de escribir este cuento cuando descubrí que
Luca se había estancado en su vida. En su propia miseria.
A los veinte años
Luca era un incomprendido más. Hoy, al regresar a estas líneas, descubro que
Luca tiene doce y escribe poemas. Como cuando tenía veinte. Al
igual que a los diez. Creo que alguna vez ha llorado por la soledad en esta
última década. Hace poco le escribió un poema a Luana.
Luna es blanca,
muy blanca. Rubia, tan rubia que Luca al dormir soñando en ella, le besa
su blancura y le dedica transparentes versos que alteran a la madre del pobre
desolado poeta, en el otro cuarto de la casa, ya anciana escuchando el nombre de la dama.
“Querida Luna:
Los hombres no sabemos bien donde empieza la vida, tal vez sin poemas de por
medio, ya que mi trabajo no lo puedo usar para cosas personales, debo decirte
que te amo”.
Luna lloró
cuando la leyó. Se mordió el labio inferior. Guardó la carta en su bolsillo. Lo
llamó. Luca la atendió. Luna le dijo que lo amaba. Luca le colgó. Era un poeta
desolado, estaba viejo y muriendo.
POR MATÍAS RÓTULO-2005.
POR MATÍAS RÓTULO-2005.
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Matías Rótulo.