El barbudo lee a Roberto Bolaño.
Lo esconde. Tiene Putas Asesinas en una llamativa edición de la editorial
Anagrama de color brillante, fucsia, rosado fuerte, o violeta degenerado. En la
tapa hay medio cuerpo de mujer. La mitad de abajo, vestida de pantalón de cuero
ajustado. Ahora que lo pienso el color
es violeta tirando a turquesa.
Leer en el ómnibus es una experiencia
aterradora. El libro del viaje debe ser estándar (de tamaño). Una enciclopedia
sería incómoda, pesada, complicada de leer. Las enciclopedias son en general
complicadas. La lectura no puede ser filosófica: leer Ariel de José Enrique
Rodó con el pibe que prendió el celular para escuchar el chiqui chiqui chupi
chupa (“chupa” no es sonido nomatopéyico de la música, sino que es parte de la
letra de una cumbia villera que dice “Nena que me chupa…”) es bastante difícil
de llevar.
La lectura del ómnibus tiene que
ser decidida antes de subir. Los ómnibus chinos y chicos que tenemos en
Montevideo nos hacen casi imposible revolver en el bolso en busca de libro, si
es que uno intenta sacarlo estando sentado cómodamente en su asiento. Eso me pasa
a mí que soy lo suficientemente grande de cuerpo como para valer por dos
chinos. El ómnibus es una biblioteca ambulante. Sale $19. También es un paseo,
un sauna, un vibrador gigante (donde uno penetra en él y recibe la excitante
bienvenida del chofer y el guarda, o del guarda-chofer). Es también un basurero
rectangular, una orgía de cuerpos (en general en las primeras horas de la
mañana y desde las 16:30 en adelante), un lugar de quejas, pero
fundamentalmente es una biblioteca donde no hay libros.
Una biblioteca donde de mañana se
escucha a Darwin (no el de la evolución). Se escucha al locutor que lee
mensajes de texto que son novelitas rosas de adolescentes pero enviados por
adultos, o a Arjona haciéndose el poeta. De tarde, uno puede leer a Dostoievski
con la mano de Malos Pensamientos de fondo. Ojo, se nos ofrecen libros para comprar
en el ómnibus. Nos ofrecen libros de niños donde usted señora, usted señor pude
hacer experimentar a su hijo esta novedad ofrecida desde grandes distribuidoras
XXX que por decomiso de aduana se han obtenido a un precio más económico estas
publicaciones para que lleguen a las manos de usted y por usted a sus hijos.
También sube el barbudo, que otrora
vendía inciensos y nos presenta los libros con recetas naturales. Nos explica
de paso que el cuerpo es reflejo de lo que comemos, y si nuestro cuerpo está
sano es porque comemos sano. Se lo dice a un ómnibus lleno de gente que acaba
de salir de un Mc restaurante, o que va comiendo galletitas y tomando alguna bebida
cola. La mayoría de nosotros valemos por dos chinos. También podemos masticar a
Onetti mientras un vendedor de chicles nos ofrece de menta. Vamos leyendo
Martín Fierro cuando los imitadores de Los Nocheros se ponen a cantar al compás
de la segunda, tercera, cuarta y cerrá atrás.
Podemos leer a Marx y Engels donando
una monedita para Remar, o El Principito
mientras un niño nos pide un peso a cambio de lástima.
LECTORES
El lector del ómnibus se puede
diferenciar claramente en dos: el lector humilde es aquel que esconde lo que
lee, porque es un asiduo lector. Es el lector que va con Bolaño y no pretende
mostrarlo por miedo a que piensen que es un soberbio. Lo mismo le pasa a
quienes en esa situación de ser asiduos lectores, se paran en el descanso para leer.
Ponen una mano debajo del libro, se dan vuelta con vista a la calle y mientras
tanto, sumidos en Chèjov les afanan la billetera del bolsillo de atrás. Luego
está el lector o lectora soberbio o soberbia. Es el asiduo lector que elige el
libro más complicado de conseguir de algún autor de Groenlandia y anda en el
ómnibus mostrándole a todos que su lectura es mejor que la de aquel de allá que
carga a Bucay y se piensa que (por leer a Bucay) será mejor persona con esos
repetidos consejos ya dichos alguna vez por Freud. Ese, el del autor de
Groenlandia, eleva el libro hasta sus narices. Lo mueve de acá para allá. Es
como el chofer del ómnibus que juega carreras consigo mismo y que se piensa que
la manija es una extensión de su miembro viril y se lo representa a sí mismo como
el largo del vehículo. El lector soberbio es como el chofer pero con un libro.
Uno sostiene la manija del vehículo, otro sostiene la manija de las
editoriales.
Lo nombramos al pasar, pero también
está el lector de Bucay, el de las novelas rosas, el del libro pseudo gracioso
de Manuela Da Silveira (sí, publicó un libro hace muy poco). Esos no son ni
soberbios ni humildes, son lectores de libros nomás. No los muestran ni los
oculta: los leen. También está el que no lee nada y se conforma con las idioteces
escritas en los asientos. Las guerras entre bolsos y manyas que se repiten
también en los muros de la ciudad. Son lecturas de ómnibus. Yo leo en estos
días, en mi biblioteca ambulante “163 Pocitos” un libro sobre la historia de la
madre negra de José Martí. Soy soberbio desde estas líneas (porque seguramente
ese libro sea tan difícil de conseguir como el de Groenlandia). Soy como el
lector del libro de Manu porque no me importa si miran o no lo que leo. A veces
siento la mirada acusatoria o chusma del vecino de asiento. Por momentos soy yo
el que mira lo que lee el otro. Soy el que saca las conclusiones poco
fundamentadas y fundamentalistas que volqué en este artículo. Si usted va
leyendo estás líneas en el ómnibus y me ve en un 163 recuerde que lo voy a
espiar. Voy a mirar su reacción cuando llegue a este punto donde le digo que usted
es un soberbio por dejar que yo descubra que usted me está leyendo.
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Matías Rótulo.