Los hombres tristes se desesperan, eyaculan y lloran. Apenados, tocan su rostro en el espejo, murmuran un gol de media cancha y se festejan a ellos mismos como los autores de la hazaña.
Afrontar la tristeza es como ser un burócrata porque de hecho los burócratas son los hombres tristes, esos que miran el expediente con el amor paternal hacía un hijo por ver crecer. Besan el café con embriago de tortura matinal. Le pegan al monitor de la computadora como si un golpe acomodara esa imagen que se saltea los cánones del buen gusto de la imagen de un archivo de texto saturado de datos y cuentas. Torturado de signos, y epacios.
Un hombre triste es el que muere sin saber por qué nació. Saber por qué uno se muere, o morir sabiéndose un futuro muerto, es una bendición.
Un hombre triste es no haber leído nunca a Borges. Un hombre triste eyacula y se limpia la boca. Come y se sacude el pene. Defeca y se aplasta un grano en la cara.
Un hombre triste es el uruguayo medio: siempre recordando lo triste que solía ser en la tristeza del pasado que se convirtió en una triste alegría del presente y que promete... no promete, no sabe prometer.
Un hombre triste no es el asesino de Lennon, ni Lennon, tampoco lo es quien se quedó sin conocerlo, quien no pudo escuchar un nuevo disco de él. Triste es aquel que pretendió matarlo y no llegó. ¿A quién más mató?
Un hombre triste tiene una mujer a su lado, y le pasa diciendo que es un hombre triste. Un hombre triste consume la pornografía del accidente de tránsito, la sangrienta cópula entre dos mujeres, la congelada idea de la felicidad en cuatro minutos de sexo pago.
Un hombre triste es el indecente, el cobarde, el engañador, el hablador, y los escribidores. Un hombre triste no sabe que es triste, y generalmente cuando lee esta proclama al hombre triste, no entiende, no le gusta lo que lee, y no comprende por qué del título de este artículo.
m.r.
Enero de 2016
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Matías Rótulo.