Cuento inspirado en una novela de Máximo Gorki.
“Todo su cuerpo con espinas y a mí me siguen las moscas”
(Rodolfo Páez: “Polaroid de Locura
Ordinaria”, Ey!, 1987)
Por Matías Rótulo
Sale vapor del Samovar. Las ideas vuelan como aquellas moscas que van desentendidas del mundo en el cual les tocó vivir. De ser una mosca, yo sería una mosca espía. Tendría una visión múltiple, y lo que quisiera ver lo confirmaría mil veces, lo volvería a ver para asegurarme de lo visualizado. Pero sería una mosca, y no tendría idea de mí misma ni de mi visión múltiple. Mis alas no servirían más que para volar. Nosotros los humanos soñamos con volar y ellas vuelan pero no lo disfrutan, no lo sueñan, pues Dios no se los permite.
Sale vapor del Samovar. Las ideas vuelan como aquellas moscas que van desentendidas del mundo en el cual les tocó vivir. De ser una mosca, yo sería una mosca espía. Tendría una visión múltiple, y lo que quisiera ver lo confirmaría mil veces, lo volvería a ver para asegurarme de lo visualizado. Pero sería una mosca, y no tendría idea de mí misma ni de mi visión múltiple. Mis alas no servirían más que para volar. Nosotros los humanos soñamos con volar y ellas vuelan pero no lo disfrutan, no lo sueñan, pues Dios no se los permite.
El vidrio se empaña y observar el afuera es un dolor en mis cejas
que se fruncen tratando de descubrir una figura. Es una mujer. Una mujer que se
acerca con bastón. No le puedo ver sus ojos, porque apenas logro identificar
una prenda blanca. La mujer sigue y descubro que la espero, pero ya no la puedo
buscar más. Me siento frente a la hoja del
diario en el que alguna vez fui editor en jefe. La edición de hoy está gastada
de noticias sobre el desgaste del régimen y la Guerra Fría.
Veo un error de imprenta, y lo marco con la pluma, como si fuera
útil para alguien. En un ritual sin sentido, en la espera de que alguien
reconozca el error y lo corrija, pero eso tampoco ocurre. Entonces, en el borde
superior del diario, al lado de la fecha escribo mi nombre. Soy un trovador
tratando de contar una historia perpetua, un dibujante que dibuja sus ojos. Los
ojos me salen temblorosos, como el temblor que acompaña estos últimos años de
mi vida.
Recorro su mirada tratando de mirar más allá del tiempo, y me
estremece la multitud, su baile, la idea de haberla visto desnuda, de haberla tocado
debajo del agua. Me refugio en el sillón, y me agito de golpe. La muerte anda
pidiéndome a gritos un suspiro de mi pecho y mis pulmones no quieren agitarse
más, no como aquella vez.María se llamaba. Quería ella pensar que las madrugadas remotas eran
un buen lugar para sonreír fingiendo. Cuando la vi sonreír (todo pasa por su
sonrisa, pero más dicen sus ojos) lloraba en ella algo antiguo, un dolor
imperceptible que María tradujo en dos palabras, un beso en la mejilla, puso la
mano en mi hombro, y ahí entendí que entre ella y yo había una distancia
repugnante, sexual y que mutilaba mi última esperanza: la del amor. Su última
esperanza.La conquisté una mañana de abril de 1917 en San Petersburgo. Era el
frío de la revolución, enterrados en una calma de nieve que ya ni se veía, intentando calentarnos las manos a gritos de
libertad, con miradas curiosas de hombres sedientos de vodka y mujeres
temblando por sus hijos. Eran hijos que rasguñaban un recuerdo pasado de una nación
ideal, despótica y cruel. La muerte anda cerca y nos hace temblar. La muerte
anda más cerca, cada vez que empuñamos un arma para defendernos de armas ajenas.El puerto estaba calmo ese día, como todo lo calmo que recuerdo del abril
de 1917. Los abrires y cerrares de ojos nos dejaban atónitos, con cambios de
destinos repentinos, la caída del Zar y el nuevo régimen, el de los
trabajadores con el puño levantado en la asamblea de la fábrica. Y ella estaba
allí. Yo era apenas un reportero, espiaba los discursos, las proclamas, y era a
su vez espiado con recelo por los asambleístas celosos de sus planes
revolucionarios. María estuvo mirando, mirando a su alrededor con sus ojos
claro que brillaban de una forma cuando ven la bandera roja, de otra forma cuando me mira, y de un brillo
distinto cuando mira a los demás, a sus camaradas. Estuvo mirando hasta que me
encontró. Su rostro es ruso, su sonrisa extranjera. Se acercó y me dijo que
había leído una crónica mía en El Pueblo
defendiendo la literatura de Dostoievski. “Dostoievski fue católico y a favor
del régimen zarista, pro-europeo y usted lo defiende”. Me lo dijo dando esos
gritos que se dan casi en silencio, como en un susurro. No le contesté nada más
que con una sonrisa. Y ella estiró su mano y me dijo que volviera mañana, que
allí me mostraría algo. Su rostro había dejado la gravidez y no contuvo la
sonrisa.
Quiero detenerme en su primera mirada, o por lo menos la primera que
le descubrí: la de la bandera. Pienso que ella ama tanto a esa bandera que al
mirarse desnuda ve en alguna parte de su cuerpo las herramientas dibujadas,
ahí, en la base del vientre, ese vientre que contuvo a su hijo. Tuvo un hijo, y
los hijos, lo sabemos ahora tras varios años, pueden cambiar a los padres, pues
así me lo dijo un poeta que entrevisté y que escribía una novela sobre una
madre que salía del dolor de la ignorancia y comenzaba la lucha proletaria
gracias a su hijo comunista. También las madres pasan a ser mujeres importantes
porque sus hijos se sacrifican por los hijos de los hijos, y los hijos del padre,
como María, la madre de Jesús.
La segunda (mirada) que quiero detallar es la mirada que tiene María cuando mira mis ojos. No me ama, no me amará nunca. Tampoco yo quería que me amara, menos aún, después de aquella noche al otro día de la asamblea y su crítica a mi crítica de Dostoievski. A veces las moscas revolotean la miel, pero escupen en ella.Fui al otro día, nos encontramos debajo de una fonda, en un patio vacío. Llovía. Ella me insinuó que me tenía confianza, pero me recordó mi defensa al escritor ruso, como riéndose de mi inocencia. Me habló de las necesidades de una mujer, y las necesidades de un hombre. Y se ve que en mi mirada que sería múltiple, molesta, la quise ver desnuda. Fue entonces que ella se fue bajo la lluvia, en el frío Petersburgo esperando empaparse, desnudarse, y quiso que yo la abrazara para después llorar juntos. Nunca la besé. No la quería besar. No lloramos porque la revolución nos hace héroes de los demás, pero cobardes de nosotros mismos. Quedó desnuda y recuerdo tocar su espalda, su pecho, su vientre, su vagina y detenerme en el punto exacto donde ella miraba, en su vientre donde mi mano dibujaba algo.
La segunda (mirada) que quiero detallar es la mirada que tiene María cuando mira mis ojos. No me ama, no me amará nunca. Tampoco yo quería que me amara, menos aún, después de aquella noche al otro día de la asamblea y su crítica a mi crítica de Dostoievski. A veces las moscas revolotean la miel, pero escupen en ella.Fui al otro día, nos encontramos debajo de una fonda, en un patio vacío. Llovía. Ella me insinuó que me tenía confianza, pero me recordó mi defensa al escritor ruso, como riéndose de mi inocencia. Me habló de las necesidades de una mujer, y las necesidades de un hombre. Y se ve que en mi mirada que sería múltiple, molesta, la quise ver desnuda. Fue entonces que ella se fue bajo la lluvia, en el frío Petersburgo esperando empaparse, desnudarse, y quiso que yo la abrazara para después llorar juntos. Nunca la besé. No la quería besar. No lloramos porque la revolución nos hace héroes de los demás, pero cobardes de nosotros mismos. Quedó desnuda y recuerdo tocar su espalda, su pecho, su vientre, su vagina y detenerme en el punto exacto donde ella miraba, en su vientre donde mi mano dibujaba algo.
La tercera mirada que descubrí en ella fue la que hace que ella mire
a los demás con confianza, con inocencia, con ternura. La mirada al otro, a los
otros. Pero a mí me miraba distinto a pesar de sus palabras: “yo le tengo
confianza señor periodista”, pero miraba a los otros con una confianza que no
veía cuando me miraba a mí. Los demás no la vieron desnuda, pero yo sí. Sin
embargo, ellos tenían el privilegio de esa confianza, y yo tenía el privilegio
de la piel. Yo era la mosca que volaba pero no disfrutaba de mi vuelo, los
demás eran los hombres que soñaban con volar con ella.
Es que yo no podía de dejar de verla desnuda, con esa perfección que
el hombre no comprende por ser un animal, un animal que piensa. La veía desnuda
en sus ojos. De nuevo era la mosca que vuela alrededor de los cuerpos
petrificados por la eternidad creadora e incomprensible. Cuerpos desnudos en la
nieve, calentando la historia con la sangre que dibuja un camino entre la
inmaculada blancura del invierno ruso.
Un día desapareció. La buscamos en cada rincón de San Petersburgo
pensando que estaría presa, porque se había tomado a pecho lo de la lucha
revolucionaria y aún quedaban células zaristas. Su hijo, al cual yo no conocía de
antes, se acercó a mí. Era un muchacho de aspecto inteligente, sonriente pero
preocupado. Me miró con la mirada de su madre, pidiéndome que no recuerde nunca
más a su madre desnuda, pero que le haga justicia vistiendo su memoria. Él no
sabía de la desnudez de su madre ante mí. El no conocía a su madre desnuda
porque es natural que los hijos sean los vistos desnudos por quienes los
trajeron al mundo, pero no a la inversa.
Él no sabía quién era yo, ni qué me había pasado con María, pero
entendía que teníamos en común algo, ese algo era que sabíamos interpretar la
mirada de María. Cuando María lo miraba lo amaba. María amaba a su hijo y a aquella
bandera esculpida a fuego en su vientre, el vientre que lo contuvo aquellos
meses de calor. Entendía que mirando como ella, sus ojos pedía perdón sin saber
por qué lo pedía.
Entonces escribí una carta reclamando por ella, recordando a su hijo,
una larga carta que al final tenía un poema:
… En la herida
de María
hay un
hijo que sufre
la herida
del mundo
que mata a
María…
Tras algunos meses la volví a encontrarla y me trajo la carta y el
poema. Volvió una noche, de esas de calor ruso, helado por dentro de cada uno. Yo
había publicado la carta en un diario de Moscú, y se había divulgado tanto mi
mensaje que la vida de María ya no era privada de ella, ni de su hijo, ni
siquiera mía. Era una vida de toda la Revolución. Me agradeció sin decírmelo.
Me extendió la mano, simplemente, como en aquel primer encuentro.
Toda la Unión Soviética comentaba la desaparición de María y su
posterior aparición. La sociedad sabía de su tristeza, de su hijo, y de un
hombre que la buscaba.
La bandera roja flameaba en la Plaza Roja, los barcos la llevaban
orgullosa en el mástil desde San Petersburgo a Polonia. Y María volvió
triunfante, con sus ojos desgastados de tanto llorar por la muerte ajena, de
tanto sonreír fingiendo por las madrugadas, una sonrisa de felicidad para dar
felicidad a los demás. La revolución también mata hombres, porque el sacrificio
es mayor para el bien de todos, pero también la revolución le da una vida de
dolor a los que sobreviven. Y las moscas se alimentan.
Años antes, José Martí dijo en la lejana Cuba que había una guerra
necesaria, y esa guerra es la guerra que nos hace libres. Y María sobrevivió
necesariamente, para vivir con libertad. Estaba herida de muerte, agonizando
muchos años más, viviendo todavía hoy, vaya a saber en qué parte de este país
ya vacío de ímpetus y lleno de nieve, con vidrios empañados, con figuras a
través de ellos que bien podrían ser la figura vieja de María. Con pasos en
ella, pasos cansados en caminos hechos a dolor, un nuevo dolor del pueblo.
Cuando volvió, esa noche en la que la vi por última vez, su hijo la
abrazó, todos se reunieron para dar crédito de la mujer que tuvo un hijo y que
cambió el mundo, o que contribuyó a hacerlo. Fue María como María la madre que
vio renacer a su hijo Jesús, como la madre del poeta renaciendo de entre las
cenizas de la ignorancia, aplastando a las moscas de la tiranía. Fue María una
mujer que entre la multitud me volvió a mirar, y ahí cumplí con mi promesa: no
la volví a ver nunca más desnuda. Porque esa noche de abril de 1917 ella quiso
dejar de ser revolucionaria para ser mujer, pero ahora, la mujer llevaba en su
pecho la bandera aquella. Mi mirada estaba impedida por la mirada de su hijo
que veía en mis ojos un amor secreto por María, y los hijos somos los que
debemos ser vistos desnudos, no nuestras madres.
(Inspirado
en “La Chica más guapa de la ciudad” de Charles Bukowski, La Madre de Máximo Gorki, La Biblia y una leyenda sobre Pablo
Neruda)
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