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Moscas en el Cementerio de La Teja

Las moscas del Cementerio de La Teja zumban sin saberlo, haciendo el sonido silencioso del recuerdo que alguien intenta establecer su historia y la de aquel con su nombre escrito en el mármol. 


Por Matías Rótulo
Las moscas del Cementerio no son tan llamativas como las mariposas que les compiten el espacio de vuelo de aquellos lugares. Igual, una cosa es una mariposa del Parque Rodó en Octubre, y otra cosa es una mariposa en octubre en el Cementerio de la Teja. La primera esconde la alegría de una ciudad que anhela la vida del verano. La otra es como si alguien se hubiera adueñado de la vida del bichito, reencarnándose en él y espiando quién lo llora. En los cementerios hay también literatura, además de letras que indican lugares de depósito, señales de tránsito y hasta avisos publicitarios (de cuidado con el Dengue, de funerarias, etc.). Hay pintadas en las paredes dentro y fuera. Afuera se debate política y fútbol, adentro también: dos cuestiones de la vida. En más de un árbol se encierran las iniciales de dos personas en un corazón: hay amores que matan.
Una vez, una profesora en el liceo nos dijo que algún día se valorarían las estatuas de los cementerios como piezas artísticas. Pasaron quince años antes que el Cementerio Central abriera las puertas (entre gritos desahuciados de dones y doñas reclamando por el respeto a los muertos) para que esos espacios públicos sean visita turística o  escenario teatral para la clásica Don Juan. Nadie se ofende cuando se hacen actos políticos dentro de un cementerio, en particular del Central, homenajeando a caudillos partidarios.
La profesora se refería a los cementerios como espacios de arte y cultura, sin desconocer el valor simbólico de poder estar cerca del cuerpo enterrado, de saber dónde está. Por algo luchó tanto Antígona para enterrar el cuerpo de su hermano y rendirle honores. El Cementerio es un espacio de intimidad y sentimiento, además de ser un servicio (público) que permite que nuestros muertos no anden tirados por cualquier lado, y -si se me permite la frialdad-, hediendo.
Yendo hace algunos años a Pueblo Fernández en Salto, en el camino iba descubriendo los cementerios familiares, pequeñas casitas de muertos al lado de las casitas de los vivos. El camino me hacía pensar en un túnel eterno que nos alejaba cada vez más de la vida de la ciudad. Un camino hacía lo desconocido.
Las lápidas recordaban a fulanos y fulanas que no conocí. Ni siquiera conocía a sus familias, gentes habitantes de la casita de  los vivos, seguramente. Algo me acercaba a aquellos muertos. Reconocía en las tumbas esas frases de Manrique, Martín Fierro, Paja Brava y hasta Artigas. Frases para que aquel hombre “gaucho de Artigas porque siguió sus pasos”, o el otro que era recordado como un “torazo en rodeo ajeno” tal Martín Fierro pero oriental, harán que pasen a la eternidad por ser eternos los versos que los homenajean. Me refiero a la otra eternidad, la que los vivos entendemos desde este lado: la cultural y social.

Versos propios
En  el Cementerio de la Teja las moscas se pasean entre fechas de nacimiento y defunción.  Se paran encima de letras de apellidos y recorren “hermana querida te extrañaremos” antes de volar a una flor, a una piedra, a una cruz. Allá, en aquel lugar habita el cuerpo de un hincha de Fénix y la camiseta se descompone al sol, junto a una flor calcinada por el tiempo, podrida de agua, muerta. Fénix no resucitó esta vez. Por aquel lado hay una estampita de Gardel. Ahí hay una frase de Benedetti, contundente y mortal: “la vida, ese paréntesis”. Al lado está Jesús en la cruz en una placa de hierro fuerte. El hombre vivió dos paréntesis.
La Biblia, y La Divina Comedia dejaron sus letras al lado de un hombre llamado Omar que vivió hace diez años entre nosotros: “Jesús es el camino…” cita de La Biblia, y “En el medio de tu camino…” recoge de la oba dantesca. Católico y joven ¿Habrá leído estas dos obras literarias?
La tumba de un niño tiene un verso sencillo de José Martí que tanto le escribió a la vida de Ismaelillo. Parece que un grupo de adolescentes pasó allá afuera riendo. Se hace un segundo de silencio… Silencio…
Rubén Darío, Juana, Vallejo, vivieron escribiendo y murieron de igual manera. Sus palabras son la poesía que hace nacer el recuerdo de aquellos que ya no tienen voz. Los vivos, nosotros, nos paramos frente al escenario de la muerte y leemos la obra que se representa en el granito, o actuamos el drama de la vida llorando, hablando en un monólogo íntimo, frente a la tumba de aquel al cual supimos conocer.  
Una frase de Machado adorna la placa de una mujer que en paz descanse. La tumba de Machado es tan tumba como la de ese hombre. Porque después de este paréntesis somos todos iguales, aunque algunos más reconocidos que otros. 
Una mujer se acerca a una tumba. Acaricia el nombre hundido en el bronce. Esas son las letras que para ella significan que ahí hay alguien. Esas son sus letras, letras que rumorea una historia de vida, dos historias de vida, la de ella y la de aquel o aquella. No hay poema que cuente cómo se siente esa alma que con paciencia limpia el florero. No miro más por respeto, y en silencio salgo del Cementerio. Tengo que agitar mi mano para sacar de mi paso a las moscas. Afuera pasan los autos, pasa la gente, pasan los perros. Recuerdo entonces la frase de Machado que leí en la tumba: “La tarde está muriendo como un hogar humilde que se apaga”.

2017

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