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El día que Delmira Agustini perdió un destino y ganó otro

La palabra asesina. Asesina al silencio. La muerte da vida. Hace vivir a otros seres en una interminable cadena, un tejido que le da sentido a las cosas en un mundo donde el sentido es dado por la palabra que expresa el pensamiento. 

La palabra le da vida al sentido, en un interminable tejido de letras, y palabras, y oraciones que describen a la muerte, a la vida y sus cadenas. 

La palabra está tan destinada a la existencia humana como lo está la muerte. 

Entendemos la muerte por la existencia de la palabra. La muerte estuvo antes que la palabra, pero la idea de muerte existió después de la palabra que le dio nombre. 

Hace cien años, la palabra "muerte" dejó de tener sentido para Delmira Agustini. 

Destinada a morir (como todos los hombres y mujeres), destinada a la palabra (como todos los hombres y mujeres, más sea a la palabra no dicha, pero sí al sentido mínimo de comunicación con otros humanos), en ese segundo que la bala le penetró la piel hasta dejarla sin consciencia, no pudo decir palabra alguna. 

Morir implica no poder decir nunca más ni muerte, ni vida, ni adiós. 

La palabra de una mujer destinada a morir y a decir palabras, siendo que su palabra había descrito a la muerte aquella que provoca vivir, morir, amar y sufrir, ya no era posible de ser dicha. 

Delmira moría y cumplía con el mandato obligado de todo ser vivo: el mandato a morir. Quien la mató, mató su palabra, aniquiló doblemente la creación divina. 
Si según La Biblia Dios dijo y creó vida, el asesino disparó y mató el "dijo", y mató la vida. 

Delmira no dijo más, y si el verbo se mezcla con la sangre las lágrimas no llena la boca de bronca. 
Hoy se cumplen cien años del asesinato de la vida, del asesinato de la palabra.
Estamos destinados a morir y a decir, pero nunca estaremos preparados para expresar el sentimiento de muerte, porque para eso también estaba destinada Delmira, antes de morir. 



M.R.








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