Por Matías Rótulo
John Grisham se llenó de arena. El hombre lo había dejado descansar junto a la pata de la silla playera. Un niño pasó por junto a la silla y le empapó de gotitas saladas las letras del título. El hombre, rojo como un tomate y haciendo práctica de lagarto, absorbiendo el sol con un protector solar menor al exigido por su piel, levantó el libro, le secó las gotas con el puño, pero en realidad lo empapó con su sudor.
El niño siguió su paso rumbo a la sombrilla roja de borde amarillo, sin darse cuenta que el hombre estaba molesto. Al ver el hombre la mancha líquida de su libro nuevo, edición tapa dura, de bolsillo, dio una patada al aire desde su reposera. En la patada, arrastró un poco de arena que logró entrar en la botella de agua helada.
El hombre se enojó mucho más por su torpeza que por la del niño. En ese momento se olvidó del pequeño de "shortcito" naranja con ositos blancos y sin remera. Miró con angustia el líquido interior de la botella. Pensó que para conseguir otra, tenía que cruzar la playa,
después la rambla, caminar una cuadra y media, y llegar al primer minimarket. Hacer eso significaba -para no cargar con tanta cosa-, dejar la reposera, la silla, la heladerita, y agarrar la carterita con los documentos, las chinelas y emprender el viaje. Dejar sus pertenenencias requería confiar en algún veraneante y arriesgarse a que los elegidos fueran tal vez ladrones, o que se negaran, o que luego del regreso se quieran convertir en amigos. A falta de amigos en
un verano tan vacío de amigos que pudieron escaparse al balneario, un nuevo compañero de playa no estaría mal. Pero el hombre prefería quedarse quieto, leyendo su libro de Grisham, su historia policial. También podía llegar a armar el bolso, cerrar la silla, la sombrilla, colgarse la heladerita e ir al mini market. Pero eso determinaría que perdiera su privilegiado lugar entre cinco familias sin niños y muy tranquilos que no molestaban su estadía debajo del sol. Lejos de los jugadores de fútbol y los niños que pasan y mojan a uno con sus manitas inquietas a cada rato. Entonces recordó al niño que causó su molestia. Lo buscó entre la gente, las sombrillas, miró al agua, pudo ver hasta la bandera verde flameando a unos 25 metros, permitiendo que
más niños se metieran al agua para después pasar caminando -pensó-, y volver a mojar mi libro, el libro de todos nosotros que queremos estar en paz, sin molestias. El hombre aún no se había levantado de la reposera. Seguía pensando qué hacer. Necesitaba agua fresca para permanecer cómodo las próximas tres horas y medias de sol. Fue así que sumó enojos. De repente tuvo sed. Miró la botella analizando seriamente la posibilidad de darle un trago a pesar de la arena en el
agua. Al mirar, por entre el plástico transparente, notó detrás de ella, la figura pequeña del niño que lo miraba deforme y verde, verde como el plástico. Bajó la botella y mantuvo su mirada en el pequeño que abrió una botella con agua de medio litro. El sonido del gas le retumbó en la garganta al hombre. Se le secó la boca con cada trago de aquel chiquillo que lo miró mientras se bebió todo el líquido. Fue una mirada sonriente. Una mirada que llenó la boca del hombre de una salitre bronca. Una bronca que lo llevó a dar contra la arena, aquella botella de agua intomable que se desparramó toda, encima del libro de Grisham.
después la rambla, caminar una cuadra y media, y llegar al primer minimarket. Hacer eso significaba -para no cargar con tanta cosa-, dejar la reposera, la silla, la heladerita, y agarrar la carterita con los documentos, las chinelas y emprender el viaje. Dejar sus pertenenencias requería confiar en algún veraneante y arriesgarse a que los elegidos fueran tal vez ladrones, o que se negaran, o que luego del regreso se quieran convertir en amigos. A falta de amigos en
un verano tan vacío de amigos que pudieron escaparse al balneario, un nuevo compañero de playa no estaría mal. Pero el hombre prefería quedarse quieto, leyendo su libro de Grisham, su historia policial. También podía llegar a armar el bolso, cerrar la silla, la sombrilla, colgarse la heladerita e ir al mini market. Pero eso determinaría que perdiera su privilegiado lugar entre cinco familias sin niños y muy tranquilos que no molestaban su estadía debajo del sol. Lejos de los jugadores de fútbol y los niños que pasan y mojan a uno con sus manitas inquietas a cada rato. Entonces recordó al niño que causó su molestia. Lo buscó entre la gente, las sombrillas, miró al agua, pudo ver hasta la bandera verde flameando a unos 25 metros, permitiendo que
más niños se metieran al agua para después pasar caminando -pensó-, y volver a mojar mi libro, el libro de todos nosotros que queremos estar en paz, sin molestias. El hombre aún no se había levantado de la reposera. Seguía pensando qué hacer. Necesitaba agua fresca para permanecer cómodo las próximas tres horas y medias de sol. Fue así que sumó enojos. De repente tuvo sed. Miró la botella analizando seriamente la posibilidad de darle un trago a pesar de la arena en el
agua. Al mirar, por entre el plástico transparente, notó detrás de ella, la figura pequeña del niño que lo miraba deforme y verde, verde como el plástico. Bajó la botella y mantuvo su mirada en el pequeño que abrió una botella con agua de medio litro. El sonido del gas le retumbó en la garganta al hombre. Se le secó la boca con cada trago de aquel chiquillo que lo miró mientras se bebió todo el líquido. Fue una mirada sonriente. Una mirada que llenó la boca del hombre de una salitre bronca. Una bronca que lo llevó a dar contra la arena, aquella botella de agua intomable que se desparramó toda, encima del libro de Grisham.
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Matías Rótulo.