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En quinta persona


Por Matías Rótulo

Este es un relato en primera persona. Porque se trata de personas. Me resisto a pensar en que  personas sean solamente aquellas capaces de hablar, de comunicarse, tal como lo dice una definición académica. Las personas hablan en nuestro recuerdo. “Nuestro” en primera persona del plural. En primera persona que los (nos) envuelve, que (nos) les habla y los (nos) involucra a la vez. No los quiero involucrar, aunque estamos involucrados. ¿Quién no se involucra en una de las cosas más humanas, más propias de los hombres, como lo es la narración? Contar cosas nos ha hecho diferentes. Nos permitió conocernos más allá de los tiempos. Contar historias no abre a la fantasía, nos cierra la realidad.
Nosotros condenamos, perdonamos, amamos a los del pasado. Los odiamos, les reprochamos, los ofendemos. Ellos solo pudieron imaginarnos. Nosotros imaginarnos a los del mañana. Siempre, las historias, son historias en primera persona. Porque la historia habla de las personas, más allá de que ya estén muertas.

Me pregunto por qué se suicidó mi abuela. Cuál fue el destino de esa mujer que me cuesta imaginar como mujer, con voz, con delantal, quizás parecida a mi madre, o a mi tía Mabel o a todas juntas, o todos juntos. Alguna vez vi un retrato de bodas. O creí pensar que era de bodas. Asumo que me empeñé en imaginarla casada, feliz, con aquel hombre enorme, de manos anchas, piel arrugada, que tendía alambres en el campo. Ella nunca lo vio así, pero yo nunca lo vi joven.

Tengo que confesar que las narraciones históricas ubican a mi abuelo como a un anónimo, pero lo hacen aparecer todo el tiempo, cada vez que cuentan la historia del Uruguay independiente. No lo nombran con nombre y apellido. Pero cuando una vez en el liceo estudié el proceso de delimitación de los campos que Uruguay comenzó a llevar adelante en la reforma “latorrista” de la década de 1870, con la consecuente Educación del Pueblo de José Pedro Varela, lo descubrí a mi abuelo. Ahí no pude desprender ese hecho, ese relato en la primera persona “nosotros” país, con el hecho de que mi abuelo fuera parte de ese proceso delimitante, cercador, privado, pero público a la vez.
 Los libros de historia no lo nombran –como ya dije-, pero yo lo pongo en primera persona a él, delimitando las propiedades privadas de un Uruguay que reclamaba orden, respeto a la Constitución y las leyes, y modernidad (con trenes y telégrafo al frente). Pedía orden constitucional en una Dictadura. Vaya paradoja. Llegó tardíamente –mi abuelo-, al proceso renovador de la época moderna, porque nació en 1907. Debe ser mi año de referencia, porque nunca me lo olvidé. Ese año, Delmira Agustini publicaba su primer libro de poemas.

“El ancla de oro canta… la vela azul asciende”. Ese es el primer verso de “El Libro Blanco”. Si yo hubiera sido poeta en 1907, y si hubiera estado en aquel parto, en ese campo que se abre para dejar pasar la luz entre las espigas altas, le hubiera dedicado un verso modernista al niño. Aunque el modernismo choca con la literatura local. Pero puedo pensarlo fríamente y hacerlo. 
Siete años después del nacimiento de mi abuelo era asesinada Delmira. Mi abuelo, en el campo y con siete años de edad no se habrá enterado, tal vez nunca lo supo.
A veces el diálogo es entre un siglo, dos, tres, cinco, sesenta, pero según la época, es muy difícil lograrlo, inclusive hoy a 200 kilómetros, o a un metro. A pesar del tren, las noticias de la capital no llegaban al campo. Por eso Delmira no pudo dialogar con mi abuelo, ni mi abuelo con Delmira. Lo suntuoso del modernismo estaría más lejos del horizonte de la tierra purpúrea. No pudieron dialogar como usted lector hace conmigo escritor.
Entonces las distancias se hacen largas, eternas cuando se está en otro código, lejos, y sin los mismos intereses.

Mi abuela besó a mi abuelo. Me cuesta pensarlo. Me cuesta pensarlos a ambos enamorados. Será porque lo único que pude ver en los ojos casi ciegos de mi abuelo fue tristeza cuando nombró aquella vez a mi abuela. Voy a cambiar la estrategia, y hablaré en primera persona pero no mía, sino en la de mi abuelo, cuando aún tenía voz, cuando era “persona” pues estaba vivo: “Era buena”. Le pregunté cómo era mi abuela. Simplemente me dijo que “era buena”. Apretó su pañuelo, lo elevó hasta su ojo, murmuró algo. Sonrió. Y sus arrugas imposibles en ese retrato de joven, pintado en tonos opacos, retrato ovalado que en algún momento se partió al medio, expresaron cada una de ellas, la sonrisa que siempre dejó arrastrar ante mi curiosidad de niño, y la actual.

Se besaron. Seguramente se besaron. Tuvieron ocho hijos. La más chica no tiene recuerdos de su madre. Eso me iguala en cierta forma a ella. Yo tampoco los tengo de mi abuela. La ventaja de mi abuela fue que conoció a esa hija, pero no a mí y a decena de nietos.  
Es como que si algo nos separara a mi abuelo y a mí. La muerte de ella, de mi abuela, tal vez nos hace diferentes. La rotura del retrato de ambos fue como una señal del destino. Un destino tardío. Nos separaba la distancia, nos separaba la edad. Nací en 1981 poco tiempos después de la televisión color.

Fue como en aquel día en el que Cardona parecía una ciudad más triste que de lo común. He preguntado, y nadie más pudo decirme si después de ese momento, él le habló a alguien más. No es un privilegio haber sido el último. Pero hablamos de personas, personas que hablan.
Estaba internado, esperando algo anunciado: la muerte. Se despertó, y yo escuchaba murmullos de primos, memoria herida de sala de espera. Me miró. Le hablé. Le dije “soy tu nieto, Matías”. Me respondió “hola”. Le pedí tranquilidad. Como si la tranquilidad de la muerte no le bastara. Como si la tranquilidad del campo no lo acompañara. Y se durmió. Murió al otro día.
También le pedí tranquilidad a mi hermano, horas antes de morir. Tal vez es una forma inconsciente de anunciarles lo que llegará. De hablar en primera persona con el futuro. 

Perdonen. He faltado a mi promesa. Estoy contando la historia en tercera persona. Dije cosas tales como “murió”, “me dijo”, “parecía”. Alguien debió advertírmelo. Voy a volver a la primera persona. Nosotros estábamos enamorados. Nosotros, tus abuelos lo estábamos. Puedo pensarlo yo, el narrador. Puedo pensar que sí lo estábamos, puedo pensarlo yo, tu abuelo.
Entonces me habla y me cuenta que no recuerda a ninguna Delmira. Que no sé por qué se suicidó. 


Yo no lo quiero decir, simplemente lo hice. Algo cambia en el relato. Las voces se cruzan. No sé por qué lo hizo: y esa voz es la de mi madre, no preguntes: y ahí está mi padre.


Tres capítulos de la historia de mi vida –tres períodos distintos y bien definidos, aunque consecutivos- que comienzan cuando yo no había cumplido aún los veinticinco años y terminan antes de los treinta. Eso me dice el libro que abro. “La Tierra Purpúrea” de W.H. Hudson. Podría haber sido yo el que lo decía. Ese libro cuenta la historia de un viajero inglés que llega a Uruguay y se interna en el campo profundo. ¿Qué estaría haciendo mi bisabuela en 1885, cuando se escribió esta novela? Era una mujer chiquita, abuela era una mujer chiquita, me contó mi madre sobre ella. La abuela vivió muchos años como vive papá (mi abuelo vivía). 

Tuve que morir, y el veneno mata lento, como para que el campo me lleve lenta a la tierra. Quédate tranquilo mi nieto, nos besamos, nos amamos. La muerte es una consecuencia.

Mi abuela se mete en el relato y las primeras personas son fantasmas que atraviesan el tiempo.


Julieta ríe mientras su madre ríe con ella. ¿El abuelo era viejito? Si, el abuelo de mi madre vivió hasta los 99 años. Yo no lo conocí, nací un poco después de que muriera.Voces mezcladas. 

Soy yo el que escribe. Yo, Matías. Es mi primera persona, imaginando las primeras personas de los demás. Aunque según Roland Barthes, el escritor se muere cuando escribe, y sólo queda un narrador. El narrador asume el papel de la primera persona.
Sí soy el narrador, y puedo inventarte junto a tu abuela. Te sonríe Matías. Le sonríe a Pablo, a Federico, a Elena, a Helena, a Lucía, a Martina, a Marcela. Nos sonríe. Nos cuenta un cuento de una princesa y un paisano que se amaban más allá del tiempo.

Entonces me puedo imaginar que es ella la que le habla al lector, al narratario, al destinatario de la letra. Es ella, mi abuela.


Dejate de literatura, al campo mijo, al campo. Mi abuelo tiene arrugas que se dibujan con alegría, aunque dice siempre –y nos causa gracia a todos-, que se quiere morir, que está muy viejo. Ese niño gordito que corre por ahí en su patio se cruzó con una rata y gritó. Ahí va el abuelo a correr a la rata con una guitarra con sus ochenta y tantos años. La rata ya no está, pero hace la gracia para mi risa. Después sienta a la guitarra en su falda y hace unos movimientos lentos y acaricia las cuerdas y con la mano derecha la toma suavecito para pedirle matrimonio, para cumplir con el ritual familiar del acercamiento lento, paulatino, demasiado lento. Entonces van naciendo los niños y lloran, juegan, se pelean. Pero hoy es un día horrible, ella se suicidó, y mañana alguien escribirá un cuento en quinta persona, confesando que no hay una razón real, o no queremos que la haya. Porque esto no me involucra a mí, sino a ustedes, que se lo siguen preguntando.

Sí, nos queremos con tu abuelo. Sí, ella ya lo dijo, nos queremos mucho. Escríbalo en su cuento nieto, y dígales que nos queremos.


M.R. 

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