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Desodorante en el Leyland

Por Matías Rótulo


Salta, salta, salta. Y la ruidosa estructura del Leyland acompaña los saltos del asfalto. El guarda observa inmóvil el último boleto que cortó. El chofer desliza entre sus manos la enorme rueda, el volante manoseado de viajes y viajes por la capital.
Apenas hay un sol de 9 de la mañana, aunque el sol prefiere admitir una hora menos, transgrediendo la decisión del presidente para ahorrar energía.
El Leyland se detiene en General Flores y Colorado. Se abren las tres puertas y baja la gente. Por adelante, sube un chica: rubia, hermosa. Rubia, de ojos claros. Rubia de pollera.
Se siente el doble timbre, y el guarda quita los ojos de su último boleto y lo ubica justo en los senos de la joven que sin esconder su pena de intimidad violada -intimidad pública claro está, ya que los escotes están hechos para que sean vistos-, no presume lentitud en tomar su asiento.
El Leyland comienza a llenarse. Ya en Garibaldi, el pasamanos del techo contiene dedos, palmas al sudor de la mañana de verano. Los diciembres son de calores extremos. De sed interminable. De sudores a desodorante.
Pero es de mañana, y salvo algún obrero nocturno que con todo derecho regresa a su hogar, el resto de la gente, presumo que la mayoría, recién se levantó por lo que teniendo en cuenta el calor del momento, o se bañaron de noche, o se bañaron al despertar.
Pero nada de eso puede provocar el olor. La ácida provocación a bajarse del Leyland. Uno mira la axila del chico de la musculosa. Un camiseta de Welcome en pleno Malvín, a esta altura del viaje. Un jovencito alto. Sus axilas peludas, sus piernas más peludas. Pero no. Uno se resiste a pensar que eso le provoca el olor.
Entonces mira a la señora gorda. Sus rollos cincuentenarios rodeados de una espesa tierra de feria, pegada a su piel con el sudor del mandado.
Y está el negro. Y toda nuestra hipocresía nos lleva a pensar que el negro no. Que no debemos discriminar, pues nuestra conciencia nos manda a eso.
Y está la rubia. Pero la rubia sólo puede tener olor a perfume, pues es hermosa, es rubia. Y el policía, dentro de ese traje hecho a la medida de cualquier tortura laboral, diseñado por algún ministro del interior que nunca va a saber lo que es ser primero, policía, y después trabajador.
Y estoy yo, con mi baño de seis de la mañana. Y mi perfume, mi desodorante.
Entonces nos miramos entre todos. Culpándonos. Mientras el guarda mira su último boleto, como interrogándolo sobre quien es el causante del olor. El que omitió el baño, y el desodorante. Y somos todos culpables, pero nos acusamos con la mirada unos a otros. Cuando baje el culpable, lo descubriremos. Carrasco, la próxima parada es la mía. Cuando baje en la parada y el ómnibus se aleje, miraré lo más que pueda para ver por la ventana, si alguna cara de satisfacción, me declara a mi culpable o no.


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