Los hombres y mujeres que alguna vez supieron vivir la infancia, saben bien que el final de su niñez tiene un día y una hora. Para la sicología, el proceso evolutivo es determinante. Para el derecho, hay algún año en particular sobre obligaciones que el ciudadano debe respetar desde los 18 años. Para la biología, debe existir una hormona, un momento calculable del desarrollo del organismo. Pero para los hombres y mujeres que supimos vivir la infancia, todo tiene un día y una hora, porque no hay ciencia que supere lo que siente la sensible alma humana.
Se trata del momento preciso en el que le dijimos adiós a nuestra última maestra de escuela. A partir de ahí se abre una brecha, un punto en suspensión en algún lugar de nuestra mente, una suspensión parecida a la que se dio en el momento previo a la creación universal.
En 1994, aquel último día en la Escuela 120 Manuel Belgrano de Montevideo, varios niños pasaron a la adultez, quedando atrapados en ese estado de suspensión que les brotó en la mente, en el momento preciso de decirse adiós. El estado de suspensión es como un paréntesis (dentro del paréntesis queda todo lo que se quiere agregar o aclarar) que figura como un punto neutro,. Nuestra mente queda atrapada en el cronómetro del pasado, y para protegernos de la tristeza, reformulamos los recuerdos para que no nos persigan en lo que continuamos viviendo.
No voy a decir mi nombre y tampoco les contaré si en ese año 1994 fui varón o nena (en la evolución y vida en sociedad después somos hombres o mujeres, o en los últimos años lo que elijamos ser). Esa tarde algo ocurrió. La Escuela tenía dos pisos (planta baja y primer piso) ambos unidos por una escalera de dos niveles con reja de hierro. En el descanso, estirando un poco el cuello, se podía ver el primer nivel y la planta baja a la vez. Mi visión se volvió borrosa en el tercer escalón del segundo tramo. Bajaba corriendo Federico, agitado, sonriente con un papel en la mano me abrazó eufórico
-¡Te elegimos. Te elegimos! – lanzó con alegría, dándome el papel con los votos, tachonado y con lápiz negro-.
-¿Para qué me eligieron? -pregunté sorprendido-.
-Para que contaras el momento de la suspensión. Yo no voy a recordar nada de esto, por eso es tu responsabilidad contarlo en algunos años.
Supe de inmediato la carga máxima que el destino me dejó. Subí las escaleras viendo cómo Federico saltaba los último tres escalones y recibía un rezongo de una maestra que gritó su nombre recordándole lo peligroso que era correr en los pasillos.
Llegué al salón. Era un salón iluminado, en un pasillo lateral que compartía puertas con el otro sexto año. En aquel otro sexto ya había comenzado la suspensión.
-Lo único lamentable es que no vas a aparecer en la foto –me dijo desde la puerta Pablo-. Ya sabés que quien se ocupe de recordar nuestra historia no aparece en la foto de fin de año.
Para mí eso era un gran dolor. Yo me había colocado al lado al lado de Pablo en la foto. Quedaba un poco encima de la cabeza de ese prócer que nunca supe si era Artigas o Belgrano. Hoy miro la foto y sólo yo me veo ahí, con la mano encima del hombro de Pablo. Sonrío. ¡No sé por qué perdí esa sonrisa con los años! Ellos no me recuerdan, pero yo los recuerdo a ellos.
En todos esos años nunca sentí tantas miradas juntas al ingresar al salón. En cuanto entré, los ojos de Lorena sonreían y su sonrisa me abrazaba desde la distancia. Ella me recordó que yo tenía que recordarla. “Recordame siempre feliz, y si un día estoy lejos, cuando escribas tu historia, deciles a todos que yo soy feliz y que ya nos vamos a ver”.
De pronto la suspensión empezó en su efecto, en su causa más misteriosa. La maestra Olga pidió silencio, se quitó los lentes y se secó una lágrima invisible y eterna: “chiquilines, antes de seguir, hay dos compañeros que se tienen que ir antes”. Por el pecho de Nicolás pasó una flecha en forma de ráfaga helada. Matías cambió su sonrisa por una seriedad que retumbó en la boca de Ignacio. Valeria abandonó su alegría y todos juntos vieron cómo Carlos y Carla se paraban sin dejar nunca de mostrar su alegría. Guardaron sus cuadernos. La moña de María Noel fue estrujada por sus manos mientras le miraba los ojos a Valeria y le mostraba que nada será como es. Verónica hizo un comentario sobre aquello de alejarse que sólo Patricia pudo escuchar. Se fueron despacio, ambos giraron a la vez y nos hicieron una seña con la mano. La suspensión estaba entre nosotros, y las despedidas nos empañaba la visión.
El aire paró los relojes, la luz parecía moverse al ritmo de una bandera que agonizaba patria. Al segundo, todos parecían haber olvidado que lloraron. Y la maestra nos recordó que era su último año de trabajo, que a pesar de las dificultades de aquel 1994, se iba con un bu de en recuerdo. Sobre las mesas giraba la foto del grupo ya sin mi rostro. Me abrazó Jimena. Me despedí también de ella.
Aquel día hubo fiesta, bailes y montones de “siempre te voy a recordar”, otros “vamos a ser amigos por siempre”, algunos “este verano venite con nosotros”, varios “te quiero”, muchos “nos peleamos pero igual sos un amigo” y aquellos que fueron novios, se dijeron sin decirse nada, con esas miradas que te atrapan toda la vida un “pudiste haber sido mi futuro en la vida” pero "quedarás siempre en mi pasado". A los ojos de todos, lentamente se fueron apagando las luces de aquel día. Andrés y Virginia le propusieron al resto la posibilidad de volver a juntarse y todos gritaron un “sí” largo, fuerte y al unísono.
Yo tomaba nota con atención, aunque mi trabajo era relatar los hechos y no apuntar sentimientos personales, porque esos nunca se olvidan, más allá del estado de suspensión que se experimente. Todo pasó muy de golpe. Mi padre entendió que yo ya no estaba ahí en el momento de que me dieron el carnet. Porque en algún momento de la vida de todo adulto que fue niño, se presenta el pasado con un cronista que cuenta los hechos del último día de clases. Y aunque existe un pacto de silencio generalizado, al contarle a mi padre, él lo entendió de inmediato, me palmeó la espalda y se puso a ver conmigo. Vimos la moña desatada de Joana, y que Daniel, Nicolás y Sebastián se abrazaban como gritando un gol. Es que habían hecho el gol del año, habían completado la parte más importante de la vida de todo niño: la Escuela. Dejaron la niñez y entraron en un olvido que hoy, veintidós años y cuatro meses después, solamente ellos pueden volver a recordar suspendiendo la suspensión, retomando la niñez en el punto exacto, con la moña en el pecho atando el nudo que se me hace en la garganta al recordar.
Recuerdo a mis compañeros de sexto año, quisiera estar con ellos pero he desaparecido. Los tiempos y los hombres y las mujeres se van esfumando. Yo también estaré lejos el 9 de abril, como otros que no están por distintas razones, pero no hay suspensión que dure por los tiempos de los tiempos, las vidas de las vidas, las ausencias de las ausencias. Estaré, suspendido en el aire.
Matías Rótulo, 8 de abril de 2016.
En memoria de Carla y Carlos.
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Matías Rótulo.