Una historia verídica, de un barrio de Montevideo, con sus personajes rondando la refinería de ANCAP, cuando la noche cuenta su historia íntima. En La Teja se escuchan historias de locos cantándole a la luna.
Por Matías Rótulo
Si de noche se escuchan gritos ahogados cerca de la Ancap en La Teja, es que alguien se acaba de desnudar en plena ruta, con cuatro grados a la sombra de las estrellas, esquivando autos todos iguales, que van y vienen del Cerro al Centro. No se sacan la ropa, simplemente gritan frases de Píndaro, ya que Horacio se las sabe de memoria. Me contaron el martes la historia de los tristes poetas desalmados que recogen puchos en La Teja. Es difícil de comprobar la existencia de estos hombres y mujeres que deambulan en la noche y que ven algunos vagabundos laburantes que vuelven a casa muy tarde.
Se trata de abandonados requecheros que a veces entonan al Gardel más atolondrado, ese que no se sabe bien la letra de “Mi Buenos Aires querido”. Los poetas desalmados de La Teja levantan puchos apagados y los prenden para saborear el gusto que la boca anterior a la de ellos conoció. “El cigarro apagado es un cadáver que siempre puede ser resucitado”, dicen que dice Horacio cada vez que encuentra un pucho.
No roban, no matan, simplemente se escapan de la realidad sin estar drogados. Quizás están un poco drogados, o borrachos. A veces hacen un cadáver exquisito –me contó mi fuente-, recortando palabras de la idea para unirlas en un nuevo texto, atadito como para ser olvidado en el momento de recitarlo. El más poeta de todos se llama Horacio (ya lo había nombrado sin presentarlo). ¿Piensan que no leyó a Horacio, el primero de los poetas con ese nombre? Resulta que Horacio (nuestro poeta triste recogedor de puchos) aprendió italiano por su cuenta para leer a Dante, e inglés para leer a Shelley. Eso se dice en La Teja. La más original de los cuatro poetas tristes de La Teja suele ser una mujer que lleva una remera de Los Ramones, desgastada pero siempre limpia. Ella va cansada de arrastrar las piernas y deja ventilar las pantorrillas. Siempre anda arrancándose granos de una alergia perpetua que le mancha de sangre cada paso.
Los locos enamorados, los poetas desalmados que se escuchan en La Teja, cada noche en la que hay luna llena, menguante, o cualquier luna (salvo cuando llueve), no quieren irse con las brigadas de los jóvenes que son mirados con lástima por ellos cuando llegan: “pobrecitos, se piensan que hay un mundo mejor en un refugio” afirma mi informante, recordándolo que reflexiona en voz alta Horacio cuando los van a recoger.
No ocupan los reservados lugares de prostitutas y travestis de paso que hacen negocios en Carlos María Ramírez, ya que “eso es de ellos” (me dijo la fuente que consulté).
La triste historia de los poetas desalmados de La Teja es triste para nosotros, pero ellos se aventuran de noche a reescribir a Neruda, salpican ternura en algunos cánticos futboleros, se conmueven cuando ven adolescentes algo perdidos consumiendo algo (que ellos también consumen pero sin pasarse), pues no se olvidan que fueron también ellos así de jóvenes, y les hablan un largo rato sobre la necesidad de volar sin pincharse.
La de la camiseta de Los Ramones se sonríe cuando le pregunto si la puedo entrevistar. En la sonrisa de dientes apretados noté que le faltan las dos paletas. Se rascó la cabeza y me pidió que escribiera una nota en mi diario (sin saber ella que esto es un semanario). Me solicitó que informara que ellos son felices jugando con Horacio.
Horacio es alguien que ella se inventa cada noche con los otros dos amigos: una perra chueca llamada Nela y su muñeca de trapo sin cabeza.
“Escribí poesía nene, para diarios tendremos la página esa de los muertos cuando nos muramos”.
Eso me dijo.
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Matías Rótulo.