La construcción de la obra teatral tiene varias etapas. La primera y esencial es la de la escritura. Shakespeare creó al hombre, y Dios hizo lo mismo con vaya a saber uno qué cosa con la mujer y una costilla.
Por Matías Rótulo
El hombre de Shakespeare es
Hamlet. Un hombre bastante complejo de entender porque, para empezar, no es
hombre, es personaje. El hombre creado por Dios es el hombre que lo creó para
que a su vez cree a Shakespeare.
Federico García Lorca fue otro.
Hizo La Casa de Bernarda Alba pensando
en un retrato avergonzado de nosotros mismos. Todo el teatro nos avergüenza. Si
estuviéramos orgullosos no habría teatro, o lo habría al estilo de Lope de
Vega.
Pero creador hay uno solo. Luego,
y aquí radica la complejidad del teatro: en lo lectores del texto literario.
Los lectores son esos que sentados en una plaza, biblioteca, o viaje de avión
descubren lo mismo que el que en el baño, que el que aprovecha el momento para
forzar la lectura con el aroma de la novedad.
Claro está, que el contexto nos
permite ubicar la obra. Leer lo escrito por Florencio Sánchez en una plaza de
toros en España, o en un laguito de Berlín, no es lo mismo que irse a
Tranqueras y buscar allí a algún Zoilo.
No sé, nunca fui a Tranqueras y
mucho menos a Madrid o Berlín, y los Zolios de Florencio los tuve que buscar en
las grietas de las paredes de mi casa.
Entonces, el escritor y el lector
se encuentran en un puente imaginario, unos a otros, matándose de la risa, uno
de la creación, el otro de la creación del otro, pero también creando aquellas
cosas que el primer creador no inventó.
Dios creó al hombre y a la mujer
pero se olvidó de crear los televisores y el hombre y la mujer tuvieron que
cubrir, además de sus partes privadas, ese vacío de Dios… y por eso tenemos
televisores.
Claro que no hay que confundir al
autor con los personajes. Chéjov no era el protagonista de La Gaviota que estúpidamente falló dos veces en el suicidio: la
primera cuando se quiso dar detrás de un escenario y solo ligó una venda en la
cabeza. La segunda vez fue cuando cumplió su objetivo y se mató. Hay que ser
muy idiota para matarse. Aunque más idiotas son los que le hacen velorios y
homenajes a los suicidad, salvo –claro está-, cuando uno se mata por una causa
justa, altruista y demás, tal como dijo un sociólogo, no Comte que parece que falló
en su propio suicidio, como el imbécil de La
Gaviota.
Chéjov no se mató. Tenía algunas
perversiones ya que decía que la medicina era su esposa legal y la literatura
su amante. Cada uno hace con sus fetichismos lo que desee.
Pero Chéjov no era ninguno de los
personajes, y pretender buscar similitudes (como lo han hecho con Dostoievski,
Borges, Dante, y Cervantes) entre los personajes y el autor, sería algo
peligroso. El que creó a Dios en La Biblia no era Dios, aunque crear a Dios
para darle explicación al mundo es un poco divino por sí mismo. Crear a Dios
para que se justifique la creación es
algo enorme: como si uno fuera Dios, porque Dios en enorme. Tan enorme que no
se lo ve. No se lo ve porque no existe, aunque el estar hablando de él implica que sí exista.
En el caso del teatro tampoco hay
que confundir al personaje con el actor. Los que interpretaron a Edipo no se
acostaron con sus madres (creo que no).
Los personajes hablan entre
ellos, concretan la creación, se miran, se besan, se pegan, sufren lo que pasa
en escena, ignoran al público, se matan, salen y saludan y se baja el telón.
Lo más importante de todo:
hablan. Dios creó al mundo hablando, porque alguien lo creó a él escribiendo, y
gracias a eso, muchos escritores se sintieron con la potestad para escribir y
darle voz (cual dioses y creando por la palabra como Dios), a sus personajes.
El público mira atento la escena.
Si la actuación es muy mala, sucede como cuando se presentó una obra de
Shakespeare en el Solís hace poco, donde Macbeth parecía el gaucho Cruz (el de
Martín Fierro). Entonces nadie se creía el cuento, o la obra, o el cantar
gauchesco. Faltaba la guitarra. Faltaba la rima.
En el teatro, el público se
fascina, se cree la historia y se angustia con los personajes. Si hay sexo, se
excita. Si lloran, se excitan. Si ríen se excitan. Si mueren, se excitan. Los
culos se mueven de los asientos. El teatro uruguayo es fenomenal. Hay dos
espectáculos en paralelo: el que comienza con la obra escrita, pasa por la
lectura de los actores y directores, llega al ensayo, y posterior
interpretación, y el resto de la obra que transcurre del otro lado de la cuarta
pared: la del público.
Suenan los celulares a pesar del
anuncio previo, del pedido formal, de la indicación para que se apague el
aparatito. Algunos, los que se quieren lucir a sí mismo y frente al gil que
está cerca, recita en voz baja pero escuchable, casi susurrando el libreto, en
el mismo momento en el que lo dice el actor. A mí me pasó con Bodas de Sangre en el Solís.
Luego está el que comenta toda la
obra. Los domingos son días fatales para ir al teatro. No vayan los domingos.
Aquel que nota la mirada cómplice
de Doña Ramona y su patrón, la mirada de amor entre ambos y que comenta “se miraron
cómplices, se aman”. Claro que se miran cómplices, lo hacen para que usted se
avive, pero no comente, no sea gil.
La risa fuera de lugar también
nos hace artífices del otro espectáculo: en Doña Ramona presentada el año
pasado en una sala montevideana hay una situación de abuso sexual, de
explotación a una sirvienta, y de represión sindical. En un momento, la sirvienta
se queja porque le ponen una balanza en la cocina y sale a escena con la
balanza como si fuera el símbolo de la Justicia, y es literalmente tratada como
una escoria por su patrón y la manda de nuevo a su lugar: esa cocina que nunca
se ve en la obra. La manda violentamente, vulnerando los derechos de la doña,
esos derechos laborales nacidos con el batllismo. Nadie entendió nada y todos
rieron al verla con la balanza.
Se rieron al final cuando se da
una escena de violación sexual. Se rieron allí también. Les juro que se rieron.
La gente goza de la risa sin
sentido. Hace abuso de ella, la expresa sin más.
El público no se para cuando el
actor saluda, pero aplaude a rabiar. El público se duerme en La Orestiada (presentada en Montevideo,
hace poco por la Comedia Nacional en
el Solís). El público es inquieto, se
para en la mitad de la función y no para irse, sino para volver con algo de
comida y bebida. No puede aguantar tres horas sin beber o comer.
El público del teatro no valora
al artista, no lo respeta, se ríe de él. Es un provinciano vestido de gala. Una
absurda representación teatral del absurdo social que vivimos cada día,
matándonos de risa de todo, hablando por celular, comentando todo por todos
lados, sin entender los mensajes profundos: los de la libertad.
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Matías Rótulo.