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Madres, padres, soldados e inocentes


El soldado miró a su víctima a los ojos, aunque la víctima, sin saber que lo iba a ser dentro de poco, los mantenía tranquilamente cerrados. Una mujer lloraba, allá en el rincón, apuntada con un hacha por el otro soldado.


El esposo de la mujer seguía rogándole a otro soldado, afuera de la choza, que no cumpliera con la orden del rey.
El soldado, uno de los más fieles al rey lo miró sin odio, pero fijamente. "Os voy a dejar entrar", le prometió, aunque no lo hizo. En el fondo de su alma, el soldado disfrutó del dolor del otro, de sus esperanzas, de su mentira. De la esperanza, ya no de la salvación, pero sí del estar de cuerpo presente, cuando el cuerpo sangre. El padre supo de la mentira, supo que el hijo del vientre de su esposa, la carne de su carne, era un inocente. Miró al cielo y pensó "eternamente seremos culpables".
Afuera de la choza, otros gritos y murmullos se repetían. Entraba a aquella, la casita donde estaban los dos soldados, la madre y la víctima, algunos destellos de la luz de las antorchas.
La víctima dormía, se movía mientras soñaba con las manos de su madre. La mano del soldado acomodó a la víctima para que su corazón esté más visible. El niño besaba las  manos de su madre en el sueño, pero en la vida, a la vista del soldado era como que chupaba un seno desnudo.
La madre se alteró cuando vio que el soldado había tocado a la víctima. Sus lágrimas recorrían su pecho. El soldado del hacha bajó el arma en señal de compasión. El padre, arrestado afuera por el otro soldado que le impedía el paso a punta de lanza, se retorcía sin entender. De nuevo el soldado le habló y le dijo "tu hijo se salvará". 
La víctima se despertó y lloró. El soldado bajó la mano y entró en la carne. Hubo silencio de inocencia.
La madre gritó. El grito se sumó a los otros gritos, los de afuera. El padre miró con odio al soldado que lo retenía. El soldado del hacha volvió a apuntar a la madre con el metal lustroso. 
El soldado que cumplió con la ejecución levantó el puñal ensangrentado. Envolvió a la víctima en una sábana. Lo dejó en su cuna. Cumplió con su orden y el protocolo impuesto.
El soldado de afuera no dejó nunca pasar al padre: cumplió con su deber, con lo ordenado y en su alma estaba satisfecho. 
El hombre del hacha, el soldado que retenía a la madre tuvo un momento de compasión ante una mujer sufriente cuando bajó el hacha, pero cumplió con su deber, la madre nunca salió de su rincón, acurrucada, gritando el grito de los culpables y los inocentes, todos juntos explotando en su garganta, como un filo que corta el tímpano en una rebanada fina y punzante, el grito que astilló la tumba de paja, cuna mortal de la historia.
Los inocentes duermen y sueñan todavía hoy en todo el mundo: siempre hay un verdugo que los mata, siempre hay una madre apuntada por un hacha, siempre hay un soldado que fiel al rey, se burla de aquellos que sin ser inocentes sufren en carne propia, -carne de su carne-, el dolor de los inocentes. Mientras el 28 de diciembre, las bromas se revuelvan en el dolor de la historia. 



Por Matías Rótulo, 2912. 





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