Hoy son las
elecciones. Como buen empleado público debo cumplir con mi deber de asistir en
una de las mesas de votación.
Para la estudiante de politología, que nos estudia.
Me asignaron el circuito 46 de la Escuela 120 “Manuel Belgrano”. Una pequeña escuela de dos pisos que está cerca del límite entre Parque Batlle y Buceo, más en este último que en el primero. Para evitar líos de nomenclatura y pertenencia se optó por decir que la Escuela 120 está en el barrio Belgrano.
Para la estudiante de politología, que nos estudia.
Me asignaron el circuito 46 de la Escuela 120 “Manuel Belgrano”. Una pequeña escuela de dos pisos que está cerca del límite entre Parque Batlle y Buceo, más en este último que en el primero. Para evitar líos de nomenclatura y pertenencia se optó por decir que la Escuela 120 está en el barrio Belgrano.
Pensar que en
Buenos Aires, Belgrano es toda una gran localidad, un barrio enorme del cual
hablan en la tele y acá, en Montevideo, son unas poquitas cuadras entre
un gran barrio y otro.
Creo que mis
compañeros de mesa no tienen mucha voluntad de estar acá. La gorda que trajo
los bizcochos dormita entre votante y votante. El presidente de mesa me mira
con algo de recelo. Creo que es profesor. Tiene barba de profesor, cara de
profesor, voz de profesor, manos de profesor. La gorda me mira y se sonríe.
Creo que es funcionaria del Banco
República. Está muy bien vestida al contrario del profesor. Supongo que
debe ganar dos, tres, cuatro veces más que él.
La gorda ya
ensució la planilla de registro de alguien que vino a votar. Encima del ojo de
perfil de una señora hay ahora, y por la eternidad de su vida electoral una
marca de crema pastelera amarilla, o casi blanca.
El profesor miró
a la gorda con un ojo torcido. Habrá pensado “esta pituca banquera”. Ella le
sonrió. Yo preferí no mirar más. El profesor me preguntó a quién votaría. “Ya
voté” le dije. “Es cierto que votó observado”, me contestó moviendo más la
barba que la boca.
“Yo soy colorada”
gritó casi orgullosa la señora. Yo la miré. El profesor la miró. “Con Batlle
entré a la administración”, declaró impunemente.
Yo la miré
nuevamente. El profesor tomó la bombilla del mate con su mano derecha, la movió
de un lado para el otro. La miró de nuevo. “Yo soy comunista”, dijo mientras yo
pensaba en que yo era blanco.
“Yo no voto a
nadie”, respondí casi encima y mintiendo.
La gorda colorada
me dijo que eso era irresponsable.
Yo pensé que ella
era una irresponsable por votar a los colorados que nos llevaron a más de una
dictadura y crisis y...
“Usted es un
irresponsable”, me dijo el profesor ya sin mover siquiera la barba, y sin mirarme.
Yo pensaba que el
irresponsable era él por estar votando a los comunistas que nunca hicieron nada
bien en los años de la U.R.S.S.
La gorda me miró.
Me miró con algo de odio. Pero tenía que mirar al comunista, tendrían que estar
enfrentados.
El profesor me
miró. La miró a la colorada. Se miraron. La gorda chorreaba su crema pastelera
por la comisura de los labios y caía solemne a la bufanda de adorno, esas negras que tiene fibras
plateadas y ahora alojaba algunas miguitas.
El profesor tenía
una camisa azul. A cuadros. Recién planchada. Los cuadros son horribles.
Cuadros celestes, azules y blancos que en conjunto hacen una camisa azul. Un
pantalón vaquero, unos zapatos marrones. Omití decir que los botones superiores
de la camisa estaban desprendidos. “Bien cosa de comunista”, habrá pensado la
gorda colorada. La gorda colorada hablaba del auto y se preocupaba por él. “A
quien le habrá robado” pensaría el profesor comunista. La gorda venía muy
perfumadita, por lo que sería soltera con sus cuarenta y pico y su estado
físico deplorable. El profesor sería casado por su camisa planchada y su
alianza.
La gorda le
preguntó si era comunista de Lenin, Trotski o Marx. El comunista dijo que era
comunista y para decirse tal, uno debe sentirse orgulloso y confiado de que
puede serlo, tal como diría Gramsci. Entonces hubo una pausa de silencio. Los
dos miraron al piso. “Usted no votó ¿Eso quiere decir que votó en blanco?”, me
preguntó el profesor ya sin mover siquiera la cabeza.
“Voté en blanco
señor”, aunque en realidad había votado al viejo Partido Nacional, un sucesor
de Herrera que era sobrino o algo así que se había postulado por primera vez y
que venía de Lavalleja.
Entonces miraron
hacía el piso nuevamente la gorda y el profesor, la bancaria y el barbudo, el
comunista y la colorada, y me entró como cierta impaciencia, mientras la
margarita de la gorda estaba en la barba del profesor y la bombilla del
comunista era parte de la babosa boca de la bancaria. Yo me sentía sapo de otro
pozo. Si hubiera dicho que era blanco, todo hubiera sido diferente, hubieran
tenido otro trato conmigo, no me hubieran aislado, y recién son las diez de la
mañana.
La gorda le
preguntó si tenía hijos. Obviamente tiene hijos, pues lleva un llavero colgando
de su vaquero comunista hecho por “Levis”,
con la foto de dos preciosas rubias de cuatro años. “No tengo, pero les muestro
las fotos de mis dos sobrinas, hijas de mi hermana” respondió a mis
pensamientos enseñándonos el llavero como para aislarme aún más.
“¿Qué opina de la
dictadura del setenta?” Preguntó irreverente el profesor comunista a la gorda
bancaria colorada. “Fue un hecho lamentable que no debe volver” sentenció la
gorda, que ya se llevaba su primer pan con grasa helado a su boca verde del
mate del comunista.
“Es verdad” dijo
el comunista profesor sin mirarla.
A mí nadie me
preguntaba nada.
Pensé en hablar
de los desaparecidos pero tal vez el comunista pensaría que yo soy de izquierda
y lo que menos quería era que pensaran eso. La gorda pensaría que yo soy de
izquierda y que le mentí, y me aislaría más.
“¿Cómo se llama?”
Me preguntó la gorda. Claro que no me iba a preguntar nada de política porque
yo no voto supuestamente, o mejor dicho, voté en blanco, aunque –como ya
mencioné-, soy blanco como Saravia, Oribe y Herrera. “Capurro”, le respondí sin
mirarla a los ojos. “Domingo Capurro” agregué tomando nervioso una lapicera.
“Mirá Milton, se
llama como el barrio” dijo la gorda al comunista, y esa misma gorda colorada le
dijo al profesor comunista por su nombre. Milton, se llamaba Milton. Y la gorda
ya sabía que se llamaba Milton. Y yo recién me enteraba y por boca de la gorda que al decir Milton
mostró el membrillo de un bizcochito que masticaba.
“Si Graciela,
igual que el barrio” agregó Milton, demostrando que conocía el nombre de la
gorda colorada. El profesor barbudo sin hijas y con dos sobrinas preciosas, que
era comunista y que se llevaba muy bien con una colorada fascista, bancaria y
gorda que a su vez era solterona, y no dejaba de comer bizcochos.
Y yo condenado
por no votar a nadie, y en realidad soy blanco. Condenado por ser blanco.
Condenado por ser diferente a ellos. Por no poder decir qué soy o qué voto en
un país donde la mayoría domina, y la minoría también. Un país donde la
política es todo pero sólo en año electoral. Un país donde los colorados
primero, y los izquierdistas ahora, muchos años después de quejarse de ser los
grandes desplazados, se piensan que son los mejores de esta tierra.
Pero yo soy
Domingo Capurro, un trabajador público, un funcionario ministerial que está a
punto de buscarle la ficha de la credencial a esta tal Lorena Barrera. Mientras
la gorda colorada le anota el nombre, y el profesor barbudo y comunista le da
un sobre. Entonces Barrera, Lorena Barrera, pregunta: “¿Habrá listas del
Partido Independiente?” Lo dice con total inocencia. Lo dice antes de ir al
cuarto secreto. Vuelve, pero la lista se le ve asomando por el filo del sobre.
Y la gorda
colorada, y el profesor comunista, y yo, el desplazado blanco que no se anima a
decir a quién vota amparándome en el secreto de mi voto, aunque observado, nos
miramos. Nos miramos y sonreímos como perfectos empleados públicos a punto
de cumplir con nuestra obligación. Y los
tres al unísono le decimos a Lorena Barrera: “lo sentimos, debemos anular su
voto por ser cantado”.
Por Matías Rótulo, 2009
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Matías Rótulo.