Por Matías Rótulo S alta, salta, salta. Y la ruidosa estructura del Leyland acompaña los saltos del asfalto. El guarda observa inmóvil el último boleto que cortó. El chofer desliza entre sus manos la enorme rueda, el volante manoseado de viajes y viajes por la capital. Apenas hay un sol de 9 de la mañana, aunque el sol prefiere admitir una hora menos, transgrediendo la decisión del presidente para ahorrar energía. El Leyland se detiene en General Flores y Colorado. Se abren las tres puertas y baja la gente. Por adelante, sube un chica: rubia, hermosa. Rubia, de ojos claros. Rubia de pollera. Se siente el doble timbre, y el guarda quita los ojos de su último boleto y lo ubica justo en los senos de la joven que sin esconder su pena de intimidad violada -intimidad pública claro está, ya que los escotes están hechos para que sean vistos-, no presume lentitud en tomar su asiento. El Leyland comienza a llenarse. Ya en Garibaldi, el pasamanos del techo contiene dedos, pa